El término Estado de bienestar suele asociarse con la “protección” o el “amparo” que el Estado brinda a su población, especialmente a los más desfavorecidos o frágiles de la sociedad, con la aparente intención de mejorar su bienestar.
Para cumplir con esa tarea, normalmente, se sigue un proceso de varias etapas: 1) se consagran algunos derechos positivos como “sociales”, obligaciones que la sociedad debe cumplir sin excepción, como por ejemplo, los derechos a la salud, a las pensiones, a la vivienda y al trabajo, entre otros; 2) esas obligaciones legales implican servicios que deben ser provistos de alguna manera a todos los ciudadanos; 3) y no hay mejor medio para hacer cumplir tales obligaciones y suministrar tales servicios que la coerción estatal: el Estado se convierte en el dador por excelencia de salud, trabajo, vivienda, pensiones, etcétera; 4) todo ello vuelve a la gente profundamente dependiente del Estado; 5) con lo cual éste se asegura el poder a través de quienes ejercen sus funciones. Por eso siempre dudamos, como lo indica el doctor Jesús Huerta de Soto, ¿se trata del Estado de bienestar o del bienestar del Estado?
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En su forma moderna, el Estado de bienestar nace a finales del siglo XIX, de la mano de un personaje nefasto que afirmó, por ejemplo, que era muy conveniente tener un gran número de personas cuyas jubilaciones y pensiones dependieran del Estado. También, que su gobierno estaba implantando cierto tipo de instituciones socialistas en la Alemania de esa época, al cual llamó socialismo de Estado. Se trata nada más y nada menos que de Otto von Bismarck, el canciller de hierro alemán de finales del siglo XIX.
Aunque no deja de ser un sistema socialista, existen algunas sutilezas que diferencian el socialismo del Estado de bienestar, al menos en gran parte de la literatura especializada: mientras que el primero planifica centralmente la distribución de los medios de producción y de sus frutos, el segundo planifica centralmente la provisión de servicios relativos al bienestar de la gente.
Ahora bien, ¿cómo funcionaba todo antes del Estado de bienestar? ¿Acaso no había atención para los desfavorecidos o quienes caían en desgracia? La respuesta es que sí existían sistemas moral y eficientemente superiores, que luego el Estado de bienestar terminó aplastando por la fuerza.
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El primer gran pilar de esos sistemas era precisamente la responsabilidad personal: cada individuo era responsable de procurarse los medios para subsistir, con libertad; esta premisa hacía que muchísima gente viera la pobreza como algo que debía evitarse en lugar de algo que debía buscarse.
Sobre la base de esa autoayuda, se cimentó el socorro mutuo: aparecieron en Inglaterra, Gales, Estados Unidos, Alemania y otros países sistemas de afiliación voluntaria que permitían socorrer a los miembros que cayeran en enfermedad, viudez o desempleo; constituyeron lo que se llamaron sociedades mutualistas. De hecho, fueron instituciones mucho más eficientes en cuanto a la calidad del servicio que proveían, y más numerosas y difundidas de lo que creemos.
Y finalmente, para muchos defensores de la libertad, la caridad era un compromiso moral. Muchas organizaciones de beneficencia proliferaron antes del Estado de bienestar, pero también fueron desplazadas por éste.

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